Era el examen oral de química de la preparatoria. El profesor ve fijamente a Teodomiro Agúndez y le pide que se levante.
―A ver, Agúndez. Póngase de pie.
Temblando, el muchacho obedece.
―Díganos ―continúa el docente―, ¿qué puede decirnos acerca del amoniaco?
―Bien... sí... pues... el amoniaco es... una sustancia. Sí, es una sustancia...
―¿Qué más?
―Una sustancia... líquida... dúctil...
―Muy bien... ¿qué más?
―Eh... de un color blanco amarillento...
―Continúe, continúe...
―Y... eh... agradable al olfato.
―¿Agradable al olfato? ¿Está usted seguro?
Llena la frente de sudor, el muchacho responde:
―Completamente, profesor.
―Ah, bien. Godínez, tráigale por favor al compañero Agúndez el frasco de amoniaco.
Godínez obedece y pone el frasco en las manos de Agúndez.
―Por favor, Agúndez ―solicita el profesor―, háganos el favor de aspirar una bocanada de amoniaco.
Agúndez obedece, y palidece al instante, se marea, los ojos se le ponen en blanco y es necesario que dos compañeros lo sostengan para que pueda mantenerse de pie. Con la náusea a tope, Agúndez se recompone. El profesor lo interroga.
―Entonces, ¿es el amoniaco agradable al olfato?
El persistente muchacho le responde, con un hilo de voz:
―Pues a mí me gusta...